La proclamación del dogma de la Asunción por
Pío XII (1950) ha tenido como consecuencia la reestructuración de toda la liturgia
de esta solemnidad, que canta el misterio de la glorificación de María asunta
ya al cielo en cuerpo y alma; gracias a la reciente reforma se ha hecho una
nueva reelaboración.
Esta solemnidad está dotada, por excepción, de
un formulario para la misa vespertina de la vigilia. En la misa del día se
proclama como primera lectura una cita del Apocalipsis (11,19; 12,1-6.10) que
recuerda a la mujer vestida de sol (12,1), aunque en un contexto de difícil
comprensión para los fieles que escuchan…
La referencia evangélica de Lucas (1,39-56), que
refiere el elogio de Isabel a María y la proclamación del Magnificar, expresa
bien la exaltación de la sierva humilde.
Durante los 15 días de agosto (del 1 al 15) la
Iglesia de Oriente, practica la
“Paráclisis” a la Madre de Dios como oficio que nos prepara a vivir la fiesta
de la Dormición de la Virgen. En los monasterios constantemente se celebran
durante la semana y los fieles en sus necesidades, tristezas, dificultades o
alegrías, acostumbran cantarla ya sea individual o comunitariamente.
La palabra griega “Paráclisis” significa
literalmente “súplica” y se usa para indicar un tipo de canon que se
utiliza para pedir la intercesión de la Madre de Dios o de algún Santo.
Llamamos “Canon” a una cadena de nueves odas y cada oda, a su
vez, consiste en una serie de troparios o himnos compuestos sobre un mismo
orden rítmico.
De la misma manera que San Lucas
en los primeros dos capítulos de su Evangelio pintó con el pincel de la fe
el primer icono de la Madre de Dios (llamándola “llena de Gracia”, “Bendita
entre las mujeres”, “Madre de mi Señor”, “Bienaventurada”, “que guarda todas
las cosas y las medita en su corazón”).
Entonces el servicio de la Paráclisis no es otra cosa que dibujar con
palabras y melodías el icono de la Madre de Dios llamado “Odigitria”, es decir
“la conductora” o “la que señala el camino”, icono en el cual la Virgen María
lleva en su brazo izquierdo a Jesucristo y con su mano derecha lo señala y nos
dice “Haced lo que El os diga”.[1]
De la Asunción de María ya habla San Juan Damasceno (726):
·
Hoy es introducida en las regiones
sublimes y presentada en el templo celestial la única y santa Virgen, la que
con tanto afán cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado
que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz,
Ella permaneció virgen antes del parto, en el parto y después del parto.
·
Hoy el arca viva y sagrada del Dios
viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo
del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo suyo y
antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles,
celebran las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan,
se alegran las Potestades, hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan
laúdes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un honor de poca monta, pues
glorifican a la Madre de la gloria.
·
Hoy la sacratísima paloma, el alma
sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió volando del arca, es
decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para
hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su
sede en la tierra de la suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a
ninguna suciedad.
·
Hoy la Virgen inmaculada, que no ha
conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los
pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo
viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. Aquél que en ningún lugar es
contenido, se encarnó y se hizo niño en Ella sin obra de varón, y la transformó
en hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que abarca todas las cosas,
totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna.
·
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el
abismo de la gracia—no sé de qué modo expresarlo con mis labios audaces y
temblorosos—nos es escondida por una muerte vivificante. Ella, que ha
engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que
está permitido llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad.
Pues la que ha dado la verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la
muerte? Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por el Señor1 y, como hija de
Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma
Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre
del Dios vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea
que extienda ahora su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para
siempre (Gn 3, 22), ¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al que
es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo inicio ni tendrá
fin?
(...) Si el cuerpo santo e
incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del
sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro
y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia
Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo
cielo.[2]
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