Viernes santo
Por Gabriel González del Estal
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! - ¡Crucifícalo! En los relatos evangélicos sobre la pasión del Señor vemos con claridad hasta dónde puede llegar la injusticia humana, cuando se deja llevar por el egoísmo y la ambición.
La muchedumbre, manipulada por unos jefes religiosos cobardes y malvados, grita pidiendo la muerte de Jesús, mientras éste, visiblemente turbado en su interior, hace un esfuerzo humano divino, entregando con amor su espíritu al Padre. Nos resulta difícil entender por qué aquel pueblo, por el que Jesús había pasado haciendo el bien, curando a los enfermos, acogiendo a los pecadores, defendiendo a los marginados, dando de comer a los hambrientos, pidieran ahora la muerte del Justo.
Pero, ¿por qué aquellos judíos, la gente, el pueblo, los sacerdotes, los guardias, pedían a gritos la muerte de Jesús, la muerte de una persona llena de bondad y de misericordia? Mucha gente sencilla e ignorante lo haría, sin duda, instigados por sus autoridades religiosas, a las que estaban acostumbrados a obedecer ciegamente.
Pero otros muchos lo hacían, sin duda, muy conscientemente. Unos por ignorancia, sí, pero otros muchos, los jefes manipuladores, lo hacían muy conscientemente, movidos por su egoísmo, por vanidad y por su ambición. Las autoridades religiosas de Jerusalén no podían tolerar que un profeta de Galilea viniera a la ciudad santa a denunciar su corrupción y su hipocresía y que lo hiciera además como mensajero e hijo del Dios altísimo. Querían que desapareciera de su vista, que muriera, porque ponía al descubierto sus mentiras y sus intereses personales más inconfesables. Lo hacían, en definitiva, por vanidad y por egoísmo.
Otros muchos, entre los que se encontraban seguramente algunos de los que unos días antes habían gritado jubilosamente: “bendito el que viene en nombre del Señor”, pedían ahora su muerte porque les había defraudado. Ellos esperaban que les iba a librar del poder romano y que iba a hacer la revolución definitiva que pondría en marcha la implantación de un verdadero reino de Israel, desde donde su Dios gobernaría universal y gloriosamente a todas las naciones. Sí, con su actitud mansa y humilde, este profeta de Galilea les había defraudado, porque así no podría nunca vencer a las poderosas legiones romanas. Así somos los seres humanos, cuando nos dejamos llevar por nuestras pasiones. Sí, seguramente más de una vez también nosotros actuamos movidos más por el egoísmo, que por el amor sincero.
¡Padre, ¿por qué me has abandonado! ¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!, ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡¡Padre!! Es impresionante oír a Jesús gritando desde la cruz. Sí, Jesús, como hombre, tenía derecho a sentirse en la cruz terriblemente turbado. ¡Tanta lucha, tanto esfuerzo, para terminar así! Pero es aún más impresionante ver que Jesús, en estos momentos tan desconcertantes para él, sigue llamando a Dios: ¡Padre!
Porque, desde lo más profundo de su alma, nunca deja de saber que Dios es su Padre y que le ama y que no puede abandonarle. No podemos minimizar el dolor y la turbación que Jesús sintió en sus momentos finales. Jesús no estaba haciendo teatro. Sentía de verdad lo que decía. Por eso, es tan maravilloso su ejemplo para nosotros.
En los momentos más terriblemente angustiosos de su vida se entregó a la voluntad del Padre, a una voluntad que como hombre no acababa de entender del todo, pero que como hijo, aceptaba con todo el amor de su corazón.
¿No nos ha ocurrido también a nosotros alguna vez algo parecido? No entendemos el proceder de Dios, ni en nuestra vida, ni en la vida de nuestra familia, ni en el proceder de la sociedad y del mundo entero.
Tenemos que pedir a nuestro Padre Dios que llene nuestro corazón de todo el amor que su Hijo, Jesús de Nazaret, vino a regalarnos con su vida, su pasión y su resurrección. Y, aun en medio de las mayores desgracias, no dudemos que Dios es nuestro Padre y que, como buen Padre, nunca va a abandonarnos.
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